martes, 17 de mayo de 2011

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La culebra cascabel
Una tarde de verano a orillas del río Cravo, mientras esperaba que un desprevenido pez cayera víctima del engaño, en uno de mis anzuelos tendidos de una a otra orilla, en mi largo calandrio, que tenía ancladas sus puntas a unos enormes estacones de guarataro, le preguntaba a mi amigo Saúl, el Niño Mentiroso, que si él conocía la serpiente cascabel, pues ya me iba a morir de viejo y, que habiendo, tantas en los llanos, jamás tuve la oportunidad de conocer una de ellas. Él con su imaginación me contó la siguiente historia.
‘Pocos años después de haber pasado en el Llano la guerra Quadalupana, tenía mi taita una finca para el lao de Aguascalientes, muy cerca de su amigo Tito Morales. Por ese entonces yo apenas era un sute, eso sí, trujano para todo. Achicaba los becerros, ordeñaba las vacas, le echaba de comer a las gallinas, rucíaba las matas y salía en un burrito gocho a darle vuelta a la Sabana, ésta no tenía cercas. El Llano era libre y para todo bicho de uñas. Me tocaba cargar el agua para la comida, cortar los topochos y desbellotar las plataneras para salvarlas del julano hereque, que vino a terminar al fin con el principal sustento del llanero.
Me gustaba trabajar, eso era cierto. No había nada que no supiera hacer. Todo oficio para mí era bueno, menos pastoriar una marranera que teníamos, de más de un centenar. Pero me la tenían velada, y todos los días me tocaba madrugar, Me ponía un guayuco, una franela de La Garantía, un sombrerito viejo y mí ruana, luego me servían el desayuno y agarraba un zurriago, recogía los marranos, eso sí, no sin antes renegar, echar unas cuantas maldiciones, alegar que yo era un hombre de caballo corcoviador y toro para’o, que ese of icio era pa’ los pendejos. Entonces se ‘enverracaba’ mi taita, agarraba su mandador de palo de cañaguate y me encaminaba con todo y marranos.
Por fin me iba, eso sí, ‘más toria’o que sapo llevando sol’. Llegaba a un bajo donde se regaba esa marranera a comer boro y a hozar; y como tenían el chumbo más largo que ‘cañón de fusil, de la guerra de los mil Días’. Dejaban la tierra ‘más revolcada que atascadero de camino rial’. Mientras tanto yo sacaba mi flecha de doble caucho y como siempre tenía los bolsillos llenos de piedras, me ponía a matar perdices y palomas. Piedra que tiraba era paloma que caía cuando tenía bastantes y calculaba que ya pesaban mucho, le echaba mano a mi cuchillo, cortaba un bejuco de chaparro, hacía un sartal, las tapaba con la ruana y las dejaba a la sombra de una mata de guásimo; luego mataba uno o dos patos.
A eso de las dos de la tarde recogía los marranos, los contaba y pelaba por mi saco pollero que mi mamá me llenaba con tajadas y carne frita de marrano o de res, tragaba hasta quedar ‘más lleno que mozo de cocinera’. Para completar, me jartaba una totumada de agua con panela y esperaba que cantaran los loros, ajuntaba los malditos puercos y me ajílaba con ellos pa la casa.
En la noche, desde mi chinchorro, escuchaba los cuentos que contaban los piones, cuentos de la Bola de Fuego, del Silbador, del Mandingas, de Pedro Rimalas o, lo más frecuente, de toros bravos y caballos machiros, en los cuales aparecía el narrador como el mejor jinete y torero que ha habido en El Llano, porque eso sí, pa’ fantasiosos naide les ganaba. Echaban unas historias más enredadas que el cabro del sacrificio de Abrahán.
Dormía como ‘sute ateta’o’, hasta que me llamaba mi taita, cuando ya empezaban a cantar los gallos de seguidita. Me tomaba mi pocillo de café, más amargo que hiel de cachicamo con novia. Ya cargar agua, ordeñar vacas, echarle comida a las gallinas, barrer la caballeriza, botar la mica llena de miaos de una moza que tenía mí viejo. Y luego mi gran tormento: vuelva otra vez con esos malditos marranos. Así pasaban los meses y yo ‘más aburrío que guahibo sin puya en una subienda’.
U n día por el camino, cuando arriaba la marranera, cogí unas pepitas rojas y me las eché al bolsillo. Más tarde supe que eran de piñón. Me dio por tragarme una y me pareció muy dulce, esa fue mi salvación, pues como a la media hora me agarró un dolor de tripa, acompañado de una cagadera, que no me daba tiempo ni de ponerme los tucos, casi acabo con el pajal donde me tendí, y ya por último me tocaba limpiarme como señorita en banquete. Me cogió un desmayo que parecía ‘vaca vieja atascada en lambedero’. Como pude me arrastré hasta la casa, me llevaron pa’ 1 pueblo en una hamaca, me ¡nyectáron suero y me dieron a jartar un poca’o de remedios que me pusieron bueno como a los tres Dias.
Volver de nuevo a la finca fue un martirio: me tocaba caminar con las piernas abiertas, como ‘bobo monta’o en jamuga’. Y de nuevo a mi oficio.
Una tarde, después de un aguacero, estaba aplasta’o encima de una topia, cuando sentí latir una perríta que siempre me acompañaba, ‘ai la pongo’, igual a la que tiene la señora Magnolia. Me fui barajustao a ver qué pasaba. Pensaba que era un cachicamo porque la perra estaba escarbando en una cueva, cuando de pronto pegó un chillido. La había arropado una cascabel que casi le quita la porra del tarascazo, Cuando la soltó, la perrita salió corriendo y al momentico cayó muerta.
Sin pensarlo dos veces reventé a la carrera como ‘vena’o corno de los perros a llamar a mi papá, para que viniera a matar el plago. El viejo se terció la escopeta, cogió un barretón y me entregó una peinílla y nos fuimos al trote en busca de la culebra. Llegamos a la banqueta donde la había visto. Me puse a buscar la cueva, pero no fui capaz de dar con ella. Caminaba de uno a otro lado, me agachaba en todo hueco que veía, pero nada. El viejo se iba disgustando poco a poco, hasta que se puso ‘más arrecho que vaca vieja en pastoreo’. Al fin me llamó, me cogió de la mano y me zampó tres o cuatro chaparrazos que me hicieron soltar el chorro de miaos, me trató de mentiroso y juró, hasta por el mismo Mandingas, que jamás me cambiaría de oficio.
Un día se fue mi papá de cacería con mis dos hermanos. Por la tarde volvió con un capón tan trepa’o, que le tocó mandar por la yunta de bueyes de la molienda, partirlo por la mitad y echarle a cada uno medio marrano. Tan grande sería que tenía unos colmillotes que le salían de la jeta como más de cuarta y media.
Nos pusimos a componer carne y ya por la nochecita, fuimos a herrar un par de becerros que habían traído de vaquería. Mi hermano enlazó uno colora’o mamantón, bien gordo, yo me le pegué a la cola y le zampé una jalada que lo hice dar vuelta de campana. El pobre animal quedó con las patas quebradas.
Pensé que con semejante hazaña había demostrado ampliamente que era un hombre de llano y, que en consecuencia, me libraría del fastidioso oficio de cuidar marranos. !Oué equivocado estaba¡ Al otro día me mandó mi papá a pastorear mis odiados enemigos, eso sí, con un pollera’o de carne frita de cerdo y casi la mitad de un pecho del becerro asado, a más de eso llevaba tajadas de plátano y arepas de harina de trigo fritas con huevo, pesaría tanto el pollero que tenía que caminar de medio lao.
Como todos los días, procedí de la misma forma: maté palomas y patos, luego pelé por mi pollero y me puse a tirar ‘más muela que fara en gallinero’. De pronto me fijé en una cueva. Allí estaba la enorme serpiente de cascabel, la misma que había matado a la perra y que por no encontrarla, me había lambido una pela de mi taita. Tomé todas las precauciones del caso: me fijé muy bien en el lugar pero, para mayor seguridad, me quité el sombrero y con mi cuchillo corté una yana de mastranto, la enterré muy cerca a la cueva y en la punta dejé mi gocho viejo.
Partí a la carrera a llamar a mi papá, llegué a la casa con la lengua afuera, pero el viejo había salido pa’ la sabana y se había llevado la morocha.
Me puse a pensar cómo haría pa’ matar la serpiente. Buscando encontré tres barras de dinamita al noventa por ciento. A mi papá le gustaba la pesca, y por esa época era lo más usual hacerlo con ella. Yo me había fijado de qué manera se hacía pa’ poderla utilizar, Encontré como medio metro de mecha lenta y un fulminante. Tomé todo eso, lo puse en un talego junto con un pedazo de piola y partí a toda carrera, llegué al lugar donde estaba la alimaña, me fue fácil encontrar el lugar por las señas que había dejado.
Tomé las tres barras de dinamita, las amarré con la piola, luego el fulminante y le puse la mecha, lo apreté con los dientes con mucho cuidado, prendí un tabaco que le había robado a mi taita, escarbé la mecha hasta que fue visible la pólvora, le arrimé el tabaco y la mecha comenzó a chisporrotear. Con la yana de mastranto arrempujé la dinamita en la cueva. Iba a salir corriendo, cuando me acordé del saco del bastimento. Por tomarlo ligero se derramó todo el contenido en el suelo y como cosas del diablo, cayó la marranada a comer. Yo traté de espantarlos pero no fue posible, viendo el peligro, metí carrera, había avanzado casi cien metros, cuando
¡pummmmmmm¡ sentí la explosión. Caí de jeta en un charco, quedé con la porra llena de barro y ‘más asusta’o que guahíbo en un baile de blancos’ Dejé pasar un rauco y me fui acercando poco a poco a ver qué había pasado ¡Dios del cielo, Virgen santa de Manare, sálvame de mi papá!.’
Lo interrumpí para preguntarle si había matado la culebra. Me respondió ‘No lo sé. De verdad, no lo sé. Pero lo que sí le puedo asegurar es que no quedó vivo ni un hijueputa marrano.

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